El pasado Viernes Santo, de
madrugada, murió mi padre, Francisco, de forma sigilosa, casi imperceptible,
mientras dormía en su casa y le sobrevino un inesperado y fulminante ictus
cerebral. Hoy, Domingo de Resurrección,
“celebrábamos” en familia y rodeados de excelentes
amigos el paso de la muerte a la Vida, con los imborrables recuerdos de un
hombre bueno, que nos transmitió los valores que hoy nos han dado la fuerza
para superar el doloroso trance de la pérdida de un ser tan querido.
Hombre de profundas convicciones
religiosas, Francisco supo encandilarnos con su afecto, empatía, sencillez y
sabiduría, consciente de que la vida era un regalo de Dios que debíamos saber
aprovechar, desde el amor al prójimo, a la Naturaleza y al trabajo bien hecho, pensando
en el bien de los demás. Siempre sonriente, sereno y exquisito en el trato
personal, nos enseñó el secreto de una vida plena y auténtica, basada en su
espíritu de servicio para procurar la felicidad de su familia, amigos, conocidos,
compañeros y clientes en su actividad laboral.
Siendo un niño durante la funesta
Guerra Civil española, comprendió desde el principio que la vida era una lucha
incesante, donde el esfuerzo personal y el cariño en el núcleo familiar, configuraban
el apoyo necesario para superar y sobrevivir a las dificultades que
continuamente nos depara la vida. Desde la pérdida de su primera esposa, hasta
las enfermedades propias y de sus seres más queridos, Francisco siempre tuvo
claro que aquí estábamos de paso, que la muerte era algo muy natural, y que la
fe en Dios que con tanto esmero nos había transmitido, debía confortarnos y
hacernos fuertes ante la adversidad.
Murió sin ser consciente de su
marcha a la otra Vida eterna, con la misma discreción con la que disfrutó de
esta vida, con el rostro apacible de quien descansa completamente relajado,
satisfecho y orgulloso de los que fuimos su familia, sus amigos y del ser humano
en su esencia. Porque comprendió que todos tenemos algo magnífico que aportar y
que nuestro deber en la vida es potenciar lo mejor de los demás.
Muchísimas gracias, papá, por
habernos enseñado el valor de la unidad familiar, del espíritu religioso, la bondad,
la amistad y el trato amable, cariñoso y generoso con todas las personas que se
cruzan en nuestra vida, y que merecen nuestro máximo respeto por su gran
dignidad.