sábado, 22 de enero de 2011

El Magníficat de Hasse

Corría el mes de Septiembre del ahora lejano año 2000, cuando ya siendo profesor de la Universidad de Murcia, me presentaba a las pruebas que había convocado la coral universitaria para seleccionar a sus cantantes en un nuevo período de refundación a cargo de su entonces director Emilio Cano. Hasta donde yo sé, todos los que nos presentamos, con independencia de nuestras mejores o peores cualidades para cantar, fuimos admitidos, porque Emilio no quería una masa coral elitista, sino una coral completamente abierta a todo aquel universitario que quisiese formarse en la disciplina y “aventuras” del canto coral.  Esto es algo que siempre le agradeceré, porque es bien probable que en otras circunstancias no hubiese sido admitido: me precio de saber entonar razonablemente bien cualquier canción, pero mi técnica vocal todavía deja mucho que desear, por decirlo de forma suave y sin complejos.        
      Tras un importante trabajo de dos ensayos por semana, algún que otro retiro de fin de semana y numerosos conciertos, en Octubre de 2002 nos enfrentábamos a uno de los retos más bonitos de los que yo he vivido en la coral, ensayando con mucha paciencia,  intensidad y dedicación, a lo largo de unos  4 ó 5 meses, el Magníficat de Hasse, una obra musical escrita para coro y orquesta que no duraría más de 20 minutos, pero que sobrepasaba con creces el nivel que por aquel entonces teníamos algunos –afortunadamente sólo algunos- de los cantantes de aquella coral:  apenas sabíamos leer una partitura, con lo que la única solución era la de memorizar las melodías a base de repetirlas y repetirlas acompañados al piano.      
      El día del primer ensayo general junto a la Orquesta de Jóvenes de la Región de Murcia, con su entonces director  César Álvarez  a la batuta, en una de las salas del Auditorio Víctor Villegas de Murcia,  se empezaban a escuchar los primeros compases musicales de la obra a cargo de la orquesta mientras los cantantes del coro esperábamos nuestro turno para comenzar a cantar.  Muchos sentíamos los nervios del que en su vida se podía imaginar estar ensayando junto a toda una gran orquesta y con la responsabilidad de hacer algo medianamente a la altura de las circunstancias, de que se escuchasen nuestras voces, saliesen afinadas, acordes con la orquesta y en el momento oportuno. Nunca olvidaré el instante en que César nos daba la entrada: todas nuestras voces sonaron al unísono, con más fuerza que la orquesta, conjuntadas con la música y razonablemente afinadas. Segundos después y sin dejar de cantar, observábamos cómo a Carmen, subdirectora de la coral en aquellos días, se le humedecían los ojos y cómo el rostro de Emilio delataba cierto alivio y satisfacción. Ya todos un poco más tranquilos y seguros, con la emoción de escucharnos  por primera vez acompañados de una orquesta, disfrutando del efecto conjunto de tantas voces e instrumentos, nos convencimos de que sí era posible el sueño de llevar a escena nuestro Magníficat de Hasse.
     Tras una inolvidable,  emotiva e intensa gira de ensayos con la orquesta por las localidades de Beniel y Caravaca, gracias a la que mejoramos notablemente la calidad de nuestra interpretación, el día del estreno oficial en el Auditorio Víctor Villegas, una hora antes de salir a escena, nos reunimos todos los cantantes del coro en una pequeña sala del Auditorio para calentar nuestras voces y prepararnos para la actuación. Carmen nos pidió que hiciésemos un círculo, nos cogiésemos de las manos y nos mirásemos a los ojos buscando reforzar la  serenidad, unidad y confianza entre todos nosotros. La consigna era la de salir tranquilos, con la seguridad que siempre da el trabajo bien hecho y con una sonrisa que facilitase la expresividad en escena. Ya a las puertas del escenario, minutos antes de salir, un técnico de Radio Nacional de España, encargado de grabar nuestra actuación, nos advirtió de lo sensibles que eran los micrófonos a cualquier sonido por leve que fuese, refiriéndose a que debíamos tener mucho cuidado incluso al mover las hojas de las partituras. A continuación entramos pausada y ordenadamente en el escenario y nos situamos en el lugar acordado en los ensayos.
       La sala Narciso Yepes del Auditorio, con un aforo de casi dos mil personas, estaba casi llena y reinaba el silencio durante los segundos previos a la actuación. En ese momento, todos los cantantes escuchamos un disimulado y apenas perceptible “¡¡¡sonreíd cabrones!!!” procedente de uno de nosotros. Y claro que sonreímos, claro que retomamos fuerzas, confianza, alegría y entusiasmo, sobre todo recordando lo que nos acababa de advertir el técnico de la radio: afortunadamente la retransmisión no era en directo, pero muchos nos imaginábamos la cara de perplejidad de todos los que hubiesen escuchado tan exquisita exclamación.  Comenzó a sonar la orquesta, nuestras voces se unieron perfectamente afinadas en el instante preciso y me dije a mí mismo:
- Fulgencio, trata de vivir con mucha atención estos veinte minutos, observa todo lo que está sucediendo a tu alrededor, intenta disfrutar al máximo, saborear todos y cada uno de los segundos, porque ¡difícilmente te verás en otra igual, amigo mío!    


      Terminada la actuación, nos fuimos muy satisfechos y eufóricos a celebrarlo junto con los músicos de la orquesta, cenando en un restaurante a las afueras de Murcia. Llamaba la atención el contraste entre la euforia de los cantantes y la serenidad de los músicos, más jóvenes que nosotros pero mucho más bregados en lo relativo a actuaciones musicales: recientemente habían hecho una gira por China de notable éxito. Lo que ocurrió durante la cena, fruto de la euforia desbordante, ni me atrevo a contarlo en este post. Sólo diré que Emilio, que no pudo asistir, cuando se enteró de todo lo que dijimos e hicimos, se alegró de no haber venido, porque según él, hubiese sido incapaz de controlarnos.  Y a la salida del restaurante,  varios de los músicos adolescentes, mucho más formales y comedidos durante la cena,  nos preguntaron muy interesados por lo que había que hacer para formar parte de la coral universitaria, porque después de observarnos durante no más de dos horas, ni se imaginaban lo que disfrutaríamos en nuestros encuentros y viajes.           
   Cuando vienen a mi mente éstas y otras muchas escenas vividas con mis amigos de la Coral Universitaria, siento que los cuatro años que compartí junto a ellos fueron de los más intensos en emociones, vivencias y afectos. Y sonrío imaginando esa inmediata reacción que surge entre nosotros, cuando al juntarnos para recordar viejos tiempos, en pocos minutos nos da por cantar en la calle o sentados en cualquier sitio, tantas y tantas de las obras de nuestro repertorio, pero en especial dos de ellas, por su peculiar significado para los que cantamos entre los años 2000 y 2004: El Gaudeamus Igitur, que es el himno de los universitarios y el Magníficat de Hasse.    

martes, 18 de enero de 2011

Inmersos en la Naturaleza

Hace algunos días invité a Susa, una chica alemana que acaba de llegar a Murcia, a conocer algunas de las playas de nuestra Región, a poco más de cuarenta minutos en coche de la ciudad.  Susa nos visitaba con el propósito de decidirse entre varias ofertas para realizar sus prácticas profesionales universitarias  en las ciudades de Londres, Madrid,  Stanford (California) o Murcia. La impresión que obtuviese de Murcia, sus gentes, su clima y alrededores, influiría mucho en su decisión, así que decidí emplearme a fondo como “comisionado de la candidatura de Murcia” para sus inminentes estudios universitarios durante el segundo cuatrimestre del presente curso académico.    
      Llegamos a Cabo de Palos pasadas las dos de la tarde, subimos andando al faro y desde allí pudimos contemplar las magníficas vistas del Mediterráneo rodeándonos por todos lados y del Mar Menor, separado del Mediterráneo por la estrecha franja de tierra que constituye la localidad de La Manga. Pese a estar en pleno invierno, el día era muy apacible, despejado y soleado, con una temperatura en torno a los 18 grados. Yo disfrutaba explicándole a Susa el fenómeno de “los dos mares”, la curiosa circunstancia de que en cualquier punto de La Manga del Mar Menor  conviviesen dos playas naturales, la de una enorme laguna y la del mar Mediterráneo; cuando ella se percató inmediatamente de la disonancia entre la belleza que nos ofrecía la Naturaleza y la desafortunada cantidad de edificios afincados en La Manga, construidos de forma un tanto antiestética y desordenada.   
       − ¿Y todos esos  edificios son hoteles?  –me preguntó  pensando en las inevitables consecuencias de la mal llamada “promoción turística”.
      El comentario de Susa me hizo reflexionar sobre lo que ella buscaba realmente en la playa y decidí cambiar el rumbo hacia uno de los pocos espacios protegidos del litoral murciano: la playa de Calblanque. Una vez dejamos el coche en el parking habilitado para los visitantes, fuimos andando hacia la playa por un sendero perfectamente acotado y nos encontramos  solos frente a la inmensidad del mar, por detrás rodeados de montañas y en lo alto un sol radiante ligeramente suavizado por la estación invernal. Después de correr como niños por la playa, mojarnos con el agua - en absoluto fría-, hacernos fotos mientras saltábamos y no parar de reír y alborotar, el cansancio nos permitió disfrutar todavía más de la Naturaleza, cuando ya sentados en la arena y tras unos minutos de silencio, concentrados tan solo en el sonido y el aroma del viento y el mar, Susa me dijo que no quería irse de allí, que se sentía genial…    
Pd: Después de tres días conociendo Murcia y el programa Paciente Experto en nuestra ciudad, Susa nos escogió como destino para continuar su formación universitaria, curiosamente centrada en la promoción de la salud y el bienestar, a través de la búsqueda de un mayor equilibrio con la Naturaleza.