domingo, 26 de diciembre de 2010

Sobre la salud y el amor

A los pocos días de comenzar las vacaciones de Semana Santa caí enfermo con uno de esos catarros, enfriamientos o gripes que te elevan la temperatura por encima de los 38 grados. Ágata, que también tenía vacaciones como estudiante Erasmus en la Universidad de Alicante, pasaría por mi casa a despedirse antes de regresar a Polonia para disfrutar de unos días con sus padres, pero yo se lo prohibí tajantemente:  temía contagiarla y estropear esos pocos días de feliz estancia junto a sus seres más queridos.
      Me recuerdo perfectamente tumbado a lo largo del sofá en el salón de mi casa, arropado con una manta, sudando, solo, un poco triste y con esa sensación tan desagradable del cuerpo dolorido, fatigado y que apenas te responde…  Serían más de las siete u ocho de la tarde, cuando de repente me pareció escuchar un ruido procedente de la puerta de mi casa, tras lo que comprobé entre estupefacto y emocionado cómo Ágata entraba muy decidida al salón, sonriente, con palabras de ánimo y dispuesta a cuidarme y a quedarse conmigo el tiempo que hiciera falta. Afortunadamente no tuvo que renunciar a su viaje a Polonia, porque mi recuperación fue muy rápida, entre risas, nuestras siempre divertidas conversaciones mezclando el castellano con el inglés, otras más profundas y serias, y mucho cariño.  
      Otro día mucho más significativo e importante para mí, no recuerdo si previo o posterior a la vivencia que acabo de relatar, me llama Ágata al móvil asustada y diciéndome que se encontraba en un Centro de Salud de Alicante, acompañada de sus compañeras de piso.  Yo estaba en mi despacho con otro profesor,  le dije que tenía que salir urgentemente,  e inmediatamente cogí el coche para tomar la autovía Murcia-Alicante, con una mezcla de sentimientos entre la preocupación de lo que pudiese ocurrirle y la satisfacción de saber que iba a poder cuidarla y ayudarla a recuperarse.
       Convencí a Ágata para traerla a mi casa y en el camino de vuelta observé cómo lentamente cambiaba su cara, sonreía un poco más y parecía recuperarse, como mínimo del susto que acababa de tener. Yo tenía en mente todos los pasos a seguir: que la viera mi amiga Mariate,  entonces médico residente de Ginecología, darle todos los medicamente que hiciesen falta, intentar que descansase todo lo necesario, animarla  y distraerla para que se olvidase de esos dolores que tanto le preocupaban… , pero lo cierto y verdad es que no hizo falta nada de eso. Ágata se encontraba perfectamente pocas horas después, sin dolores, sin fiebre, con un magnífico aspecto, la  cara sonrosada y feliz de encontrarse en su querida Murcia, porque yo estoy convencido de que Ágata guarda muchos mejores recuerdos de Murcia que de Alicante... Ese día me sentí el hombre más satisfecho y feliz del mundo. 
      

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